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miércoles, 22 de abril de 2009

SANTA ELENA Y LA VERA CRUZ

Artículo dedicado a mi hermano cuyo nick es FERROJOTA


Santa Elena fue una tabernera serbia (o cróata) de la que se encaprichó el Emperador romano Constancio Cloro -llamado así por su color blancuzco-verdoso más feo que el demonio- y le hizo un retoño casi tan feo como él mismo y con ojos saltones a quien pusieron de nombre Constantino. Cuando el niño tuvo edad, su espantoso papá se lo llevó para educarlo y lo hizo bastante bien porque el nene salió más listo que nadie y, a base de reservar sus fuerzas y dejar que sus adversarios las desgastaran, pudo hacerse con el cetro del Imperio en el 312 cuando obligó a suicidarse a Maximiano y ganó la batalla de Puente Milvio. Como es natural, Elena, su madre y esposa repudiada del difunto Constancio Cloro, adquirió el rango de emperatriz y mangoneó lo que quiso en Jerusalén y Roma hasta el fin de sus días en el 329.

Del bautizo de Constantino existen muchas leyendas porque en Roma te dirán que se bautizó allí en la iglesia de San Pablo Extramuros y en Turquía te contarán lo mismo de Ancycrona. Vale. Los mal pensados sostenemos que se bautizó en su lecho de muerte en esta última ciudad. A partir de él, todos los emperadores fueron cristianos con la sonada excepción de Juliano, llamado el Apóstata por eso mismo y que, tras bautizarse y recibir una educación monástica, renegó de sus antiguas penitencias para dedicarse a vivir lo mejor posible. En 361 renegó del cristianismo y murió ensartado por una lanza en una batalla en 363. Sus últimas palabras fueron: "¡Venciste, Galileo!" Pero volvamos al tema que nos ocupa.

Una vez el feísimo Constantino acepta el cargo de manos del Senado, permanece poco tiempo en la ciudad porque sabía que, de establecerse allí, iba a durar menos que la promesa de un político. Marcha, pues, a Milán en donde firmaría su famoso edicto relativo a los cristianos. Se fue de Roma y no volvió más, sí; pero les dejó a los romanos un fócido regalito envuelto en púrpura y oro: su santa madre Elena. Imagínate a una extabernera con los modales propios de su dignísima y divertida profesión, investida del respeto que impone el poder imperial. Me entran escalofríos al pensarlo. La buena mujer se propone traer a Roma todas las reliquias que pueda de Jerusalén y, a tal efecto, marcha hacia allá con toda la pompa, esplendor y boato corespondiente a su rango. Una vez allí, reúne al Sanedrín -o a lo que quedaba de él- y exige la entrega inmediata de la cruz donde Jesús murió. Me imagino a la foca, de morros y con los brazos en jarras sobre su espléndida clámide y me entran ganas de esconderme bajo la mesa. Trescientos años después de la tragedia del Gólgota era imposible que ningún miembro de aquella sombra de Sanedrín supiera dónde rayos estaba aquella Cruz y así se lo hicieron saber a la señora con toda la cortesía y humildad de la que eran capaces. Pero Elena no se dio por satisfecha y ordenó encerrar a todos los miembros de aquella corporación y no darles de comer hasta que dijeran dónde se hallaba la preciada reliquia.

Pero los judíos son judíos, no tontos; por tanto, pidieron permiso a la señora para que uno de los cautivos -el más anciano- quedara en libertad para ir a buscar la Cruz e indicarle a ella luego el lugar exacto. Elena, generosa ella, concedió tal permiso y el buen anciano se dio toda la prisa que pudo y la encontró. ¡Vaya si la encontró! Y no una, sino las tres cruces del Viernes Santo. Incluso le dio tiempo a preparar el paso siguiente de la farsa que le montó a la buena señora. Llegados al lugar indicado por el judío, los soldados excavaron un poco y dieron con las tres cruces. Ahora quedaba la duda: ¿Cuál era la de verdad? El judío se lo puso fácil cuando los llevó junto a un enfermo acostado en su cama y muy malito él. Puesta sobre el enfermo una de las cruces, éste empeoró; lo que indicaba que esa era la cruz de Gestas. La segunda de las cruces alivió algo su estado: era la cruz de Dimas. Por fin, la tercera cruz sanó al enfermo; teniéndose como cierto que aquella era la Verdadera o Vera Cruz. ¡Así se hacían las cosas en aquellos tiempos!

La Cruz, junto con un buen montón de reliquias falsas o verdaderas más, fue llevada a Roma por santa Elena y algunas se repartieron por todo el mundo conocido de entonces. Pero el culto a las reliquias que aquello propició fue tal que se convirtió en un culto idolátrico que ha durado hasta hace bien poco. Y como todo el mundo quería tener su trocito de la Cruz, se inventaron tantas cosas y salieron tantas cruces falsas que, al decir de Lutero y esta vez con razón, si juntáramos todos esos trozos podríamos construir una buena flota de barcos. Ubi veritas?

Pero no le tomes manía al nombre de Elena o Helena; literalmente: la Griega. Fonéticamente es muy bonito y romántico. Santa Elena fue elevada a los altares por culpa de los modos de su tiempo. Ella no tuvo nada que ver con esa culpa ni debemos hacerla responsable porque "Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano".

Un abrazo