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miércoles, 8 de junio de 2016

- REMONTANDO EL RÍO -


Algo que siempre quise hacer y lo iba posponiendo durante muchos años, por fin lo he logrado: Quería hacer el viaje en barco desde Sanlúcar de Barrameda hasta Sevilla. Así que haré una crónica rápida de mis impresiones.

Empezaré diciendo que, para muchos, cinco horas metido en un barco fluvial puede ser muy aburrido. No fue así para mí porque, más que mirar, prefiero ver. Siempre me acuerdo del aforismo de Antonio Machado refiriéndose a esos que no saben ver:

Ojos que a la luz se abrieron
un día para, después,
ciegos tornar a la tierra
hartos de mirar sin ver.

Ático del retablo principal y bóveda central
de la Iglesia de San Jorge,hoy del Rocío,
de Sanlúcar de Barrameda.
Con ese objeto, el domingo 5 de Junio me fui a Sanlúcar en autobús en un viaje concertado y multitudinario. Salía bastante más barato que organizar una expedición para mí solo y tuvo que ser así. La mañana transcurrió en visita turística a la villa para volver a ver por fuera los palacetes de la época dorada de los Montpensier, algunos de ellos muy bien conservados. También tenía curiosidad por entrar en la actual iglesia del Rocío porque, al haber sido construida por británicos en tiempos de Enrique VIII y su hija Isabel I, así como por estar dedicada a san Jorge, dicen las crónicas que tuvo el único ejemplar de alfarje Tudor de la Península que, además, en honor de su santo patrón, estaba tallado imitando las escamas draconianas de la leyenda de dicho Santo. Por desgracia, cuando el edificio fue entregado por la Iglesia Católica de Inglaterra a la Hermandad del Rocío, dicho alfarje desapareció y hoy día, salvo el retablo mayor, bien poco se conserva de su estado original. Para mayor desgracia, ese retablo del que acabo de hablar está casi tapado por un simpecado rociero que le pega al conjunto como dos revólveres al cinto de un Crucificado. Sin comentarios.




El bello gótico tardío de las Covachas de Sanlúcar.
(En restauración)
También subí a lo que fue la fortaleza, sobre todo para echar un vistazo a las covachas -hoy en feliz restauración ¡Ya era hora!- y al palacio de los Montpensier, aunque no pude entrar por estar cerrado y por la premura de tiempo. Un vistazo rápido a las portadas góticas de la iglesia de la O y vuelta a la parte llana para comer.

La comida no fue mala, pero muy lejos de lo que se puede esperar en Sanlúcar. Un arroz algo seco que llamaban caldoso -nada que ver con el de Bajo de Guía- y un pescado frito que tampoco tenía que ver con el de la tierra: En vez de las esperadas acedías te servían gallos pequeños de los que despectivamente llamamos tapaculos en esta tierra y te los acompañaban con tiras de chocos foráneos de Dios sabe dónde más un extraño adobo no identificable. Lo más blasfemo fue el vino: Una cosa llamada de Gredos pero que procedía de Lérida y había que mezclar con gaseosa para poder tragarlo. Si querías manzanilla de la tierra la pagabas aparte ¡La madre que los parió! Pero todo sea por la cultura. Tenía hambre y ninguna gana de armar el más que merecido escándalo.

Acabó la cosa y nos dirigimos a la playa. Allí nos recogió una gabarra porque, al no haber embarcadero decente, sería ese transporte el que nos llevaría hasta el barquito de verdad que se llamaba Luna de Sevilla. En medio del río la gabarra se adosó al Luna, tendieron un puente y pasamos por fin al barco que nos llevaría de vuelta. En la aglomeración de la entrada, un pedazo de maricón declarado -me enteré después de tal condición- trató de empujarme más de la cuenta y, con toda educación, le dije que no lo hiciera. Se puso a chillar como una rata pisada y tuvieron que calmarlo sus amigas a las que servía de bufón cascabelero aunque, el muy bujarrón procuró darme el viaje acercándose donde yo estaba para escuchar mis conversaciones y tratar de intimidarme. No consiguió su objetivo.

Hacía calor en la cubierta de abajo y me acomodé en la superior bajo la toldilla. Hice bien porque en la cubierta de abajo había un pequeño escenario en el que actuaba un grupo ¿musical? que, al ver la edad de la mayoría de los presentes, se puso a cantar boleros y cosas infumables de los años cincuenta. Parece mentira lo que le gusta el baile a una vieja y allí había un montón de ellas haciendo sus artríticos movimientos en patético espectáculo. Gracias a Dios que sólo estuve el tiempo necesario de pedir un café y llevármelo para arriba a toda prisa y así me evité pesadillas nocturnas y una más que probable depresión.

A babor, Doñana.
Vuelvo a la descripción del camino fluvial. A babor la imponente visión de la mole arbórea de Doñana que, poco a poco iba dejando paso a la marisma y a estribor la sucesión de construcciones cada vez más escasas que nos indicaban que estábamos ya en pleno campo. Anclados a ambos lados, muchos barcos langostineros; unos con sus redes recogidas y otros con ellas desplegadas a punto de empezar a faenar esa misma noche. Poco a poco pasaban a estribor las boyas señalizadoras que, a modo de mojones de carretera, nos indicaban la distancia en millas desde Sanlúcar. Al otro lado empezamos a ver la sucesión de islas de las que el gran Fernando Villalón escribió aquella magistral terceta:

Islas del Guadalquivir
donde se fueron los moros
que no se quisieron ir...

Campos de arroz a ambos lados. Enormes extensiones de cultivos en los que, además, se experimenta con éxito con especies tan foráneas como la estevia y la quinoa. El río está vivo y bien vivo como lo demostraban los cientos o miles de peces que saltaban del agua al paso del barquito. En la margen opuesta a Doñana, a estribor de nuestra marcha, montones de árboles cuajados de nidos de todos los pájaros posibles, amén de torres construidas exprofeso o habilitadas para colocar encima nidos de cigüeñas. Las garzas, garcetas, gaviotas y otras especies más se estaban inflando de pescar al vuelo y las rapaces sobrevolaban todo en busca de ratones del campo o, si se terciaba, alguna incauta avecilla pescadora. Como detalle insólito, al menos para mí, vimos a dos cigüeñas pescando al vuelo con un éxito notorio y sin mojarse las patas.

El río está bien vivo. Incluso había chavales practicando esquí acuático remolcados por barcas veloces. Pensé en ese Parque de Doñana estúpidamente ahogado por el exceso de arbolado que más pronto que tarde lo asfixiará del todo y lo convertirá en un tremendo campo lleno de víboras. Pero, eso sí: Los ecolojetas de siempre se oponen a una intervención más allá de lo que haga la ciega zarpa de la Naturaleza ¿Cómo pretenden que sobreviva allí un animal tan delicado como el lince si no dispone ni de espacio para moverse y cazar entre tanta madera apelotonada? ¿No se dan cuenta que otros animales tan emblemáticos como el ciervo, el corzo y el jabalí son cada vez de menor tamaño y peor salud debido a la endogamia forzosa a la que están sometidos? Y en cuanto al río, quisiera saber cómo han sobornado a quienes han prohibido la pesca y explotación de una especie tan nociva para el río y sus animales como el cangrejo rojo. Dejar en paz esas alimañas supondrá que, a medio plazo, se obturarán los sistemas de riego de arrozales y resto de cultivos, se acabarán las antes abundantísimas angulas que son pasto de esos monstruos colorados quienes de paso, también, se cargan las puestas de huevos del resto de peces. Pero los sinvergüenzas estos subvencionados están felices porque así acaban con la economía de la zona y obligan al siempre castigado campesino andaluz a vivir de los míseros subsidios impidiéndole lograr el sustento con su trabajo honrado.

Entrada a la exclusa
desde el sur.
Apertura de la compuerta
de la exclusa hacia el norte.
El río está vivo, sí. No lo estará mucho tiempo si la ignorante, o algo peor, cerrazón administrativa, sigue impidiendo el necesario dragado de profundidad que lo limpie de limos y permita el paso de buques de carga y pasaje de tamaño mediano que, a través de la nueva exclusa, puedan acceder a un puerto que languidece. No se dan cuenta estos malnacidos que matando la economía de Sevilla y su comarca se condenan a sí mismos. Al parecer no les importa. Prefieren que nos hundamos en el barro y sigamos dependiendo de la caridad ajena para seguir tildándonos de vagos inútiles andaluces.

Arranque del vano central del puente de San Paquito.
Sumido en estos pensamientos empezamos a ver a babor algunos pueblos. La Puebla del Río, Coria del Río y su paseo fluvial que enlaza con Gelves. Más allá, la nueva y reluciente exclusa nos esperaba con el semáforo en verde y allí pasamos por la compuerta sur parando su marcha el Luna ante la compuerta norte. Tiempo de trámites, cierre de la compuerta sur, equilibrado de alturas y apertura, por fin, de la compuerta norte que nos permitió seguir viaje. Al poco, la inconfundible silueta del gigantesco Puente del Centenario que los sevillanos guasones llamamos de San Paquito por su remoto parecido con el Golden Gate de San Francisco, al que supera en altura pero ni de lejos en el número de vanos. Poco más allá, el Puente de las Delicias que daba paso al muelle turístico para barcos casi medianos, pero el nuestro era demasiado pequeño para detenerse y pasamos también bajo el de Los Remedios, antes del Generalísimo, así como también bajo el de San Telmo, para atracar al pie de la Torre del Oro, final de nuestro viaje y casi en pleno centro de Sevilla.

No sé para otras personas, pero no fue nada aburrido para mí el tiempo de travesía. La recomiendo.
Anochecer ante el puente de San Paquito.
La aguja del fondo un poco a la izquierda es la inconfundible silueta de la Giralda.