- VIERNES
SANTO (TARDE) -
Por
aquellos tiempos, Israel no era más que una minúscula nación
ocupada por Roma y sin más valor para el Imperio que ser encrucijada
de caminos. Por tanto, su administración dependía del gobernador
romano de la provincia de Siria quien, a su vez, designaba algún
ayudante o procurador para administrar los lugares más alejados de
su provincia. Tan poco importante era Israel para Roma que ni
siquiera podía imponer penas de muerte a sus propios reos, ya que el
Imperio los consideraba unos salvajes incapaces de gobernarse a sí
mismos. Pilato, en calidad de procurador, ya había sufrido una
rebelión años antes de aquellos fanáticos; rebelión que reprimió
con una dureza superior a la acostumbrada y que estuvo a punto de
costarle su bien remunerado cargo. No nos extrañemos, pues, si
estaba predispuesto a conceder algún favor a los judíos a cambio de
que lo dejaran en paz.
Así
las cosas, aquella mañana muy temprano se presenta en su casa una
turba furiosa que lleva a Jesús maniatado y exigiendo que ordene su
muerte por blasfemo. A Pilato aquella exigencia le pareció exagerada
de acuerdo con las pruebas que le presentan los judíos y decide
interrogar personalmente al Reo. Jesús sólo contesta a la pregunta
de si era el llamado Rey de los Judíos con un lacónico: “Tú
lo dices” callando al resto de las preguntas del Procurador
quien no encuentra en Él motivo alguno de reproche. Para colmo su
mujer, Gala, se presenta ante el tribunal porque ha tenido un sueño
premonitorio que no presagiaba nada bueno y suplica a su marido que
no le haga daño. Pero el pueblo se arremolinaba y Pilato sabía cómo
se las gastaban aquellos fanáticos. Aparta a Jesús de allí y los
soldados se lo llevan para atormentarlo con burlas y escupitajos
culminando su siniestra burla coronándolo de espinas.
Intenta
el Procurador salvar a Jesús haciendo que el pueblo elija entre Él
y un malhechor llamado Barrabás, según costumbre de la Pascua que
permitía liberar un reo de muerte. Pero el pueblo es inflexible
exigiendo su muerte. Pilato lleva al extremo su maniobra y ordena
azotar a Jesús a ver si el pueblo se apiadaba de Él. El Reo es
atado a una columna y, de acuerdo con las marcas que han quedado en
la Sábana Santa, sabemos que los soldados se emplearon a fondo. Así,
en esas lamentables condiciones, presenta a Jesús sangrando y medio
despellejado a la vista de todos y el grito es unánime:
“Crucifícalo”. Pilato hace traer agua y se lava
las manos ante todos indicando que es inocente de la sangre de Jesús
y el pueblo lanza otro grito tanto o más aterrador: “Caiga
su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”
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Y se dicta la
sentencia: muerte de espantoso nombre; muerte propia de asesinos,
ladrones y malhechores. La muerte de los esclavos, lenta y expuesta a
miradas como un ejemplo siniestro para tener aterrada la población
sometida a una Roma detestada
por ser poderosa y
fuerte, porque puede dar la muerte a la gente desgraciada.
Carga
con su cruz el Reo caminando vacilante bajo el peso del madero. Aquel
cuerpo tan sangrante se cae por el camino tres veces; no puede más.
Al final, el de Cirene carga su madero a cuestas y el Reo llega al
lugar -Monte de las Calaveras- donde serán taladradas sus muñecas y
clavadas al madero que ha llevado, para después ser izado y
ser clavados sus pies a otro madero dispuesto como poste de tormento.
Así fue crucificado.
A
sus pies, su Madre llora y su primo la conforta. Cae el sol, y entre
dos luces expira el Crucificado. Ha
vencido el Enemigo ¿Ha vencido o fracasado? Cuando
tocaba su triunfo en derrota se le vuelve: Ha muerto el Hijo de Dios
-¡se creía victorioso!- y ha sentido en carne propia el sabor de la
derrota, mas ¿quién es el derrotado? Dejó dispuesto Moisés que la
sangre del cordero marcara todas las puertas en sus jambas y
dinteles; pero una cruz es abierta y no una puerta cerrada. La sangre
de este Cordero lava todos los rincones haciendo que el Enemigo se
retire avergonzado ante tanta Majestad. ¡Y él lo había
despreciado! Es víspera de la Pascua y hasta el cielo se ha nublado
y hasta la tierra tembló y los sepulcros se abrieron.
Manda
la ley de Moisés que el cordero sea inmolado a la hora en que las
luces y las sombras se han mezclado. Así fue con el Cordero que el
mismo Dios ha enviado
para
librar a este mundo del yugo de sus pecados. En el Templo se rasgó
el velo más sacrosanto para quedar a la vista sus rincones más
sagrados. Su sangre regó la tierra en el lugar señalado donde
nuestro padre Adán fuera una vez enterrado, mezclando sangre
inocente con cenizas del pasado. Así lavó nuestras culpas: dejamos
de ser esclavos. Un catorce de Nisán en el que fuimos salvados.
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Varones piadosos
reclaman los restos del divino Reo que estaba clavado. Un pobre
cadáver tan martirizado, muerto entre ladrones, símbolos funestos
que al aire y las aves estaban expuestos: Tres pobres despojos. El
Reo es bajado; manos amorosas lo han amortajado sin temor a insultos,
burlas y denuestos.
Muerto entre los
muertos, es depositado en sepulcro nuevo. La piedra lo sella, el
llanto no cesa; la noche ha cerrado con nubes el cielo. Tan sólo
destella la pena y el llanto: dolor soterrado ¡Ay noche sin nada,
dolor que atropella!
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Ni siquiera el
cansancio del llanto puede darle a la Madre el consuelo del descanso
y el sueño; su duelo más que duelo es horror ante tanto infernal
resultado; y el espanto ante un Hijo llegado del Cielo y ahora muerto
y envuelto en un velo como única túnica y manto.
El
horror, soledad y agonía atenazan un alma sublime, inocente y
sencilla: María. El dolor en su rostro le imprime ese gesto de Amor
que veía en el Hijo que amando redime.
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Se
acaban las procesiones de este largo día en Sevilla. La gente se
retira a descansar y, algunos, a meditar en lo que han visto, oído y
sentido. Porque este derroche de arte y sentimientos no deja
indiferente a nadie. Algunos no habrán entendido nada, pero se han
dejado llevar del entusiasmo colectivo que quizá se vuelva en rabia
contra sí mismos cuando se recuperen del éxtasis y traten de
volcarla después sobre los demás tachándonos de supersticiosos.
Pero, para la gran Sevilla, comienza el tiempo de jubilosa esperanza
porque nuestra Semana Santa aun no ha terminado ni mucho menos.
Muchos, propios y extraños, harán el equipaje para salir mañana.
Los extranjeros porque es viernes y el lunes tendrán que estar en su
trabajo en algún país más o menos lejano; los forasteros dependen
sólo de los caprichos del calendario laboral de su comunidad
autónoma y se irán o no mañana. Finalmente, los sevillanos
modernos que no se fijan en lo más importante, se irán a la playa.
Mejor para nosotros que nos quedamos a ver y, sobre todo, sentir lo
mejor de la Semana Santa. Porque en dos días se mostrará a las
claras el motivo de que nuestra Semana Mayor sea una fiesta.