- 1 de Octubre de 2014 -
Día de mucho andar y de recuerdos lejanos; tan lejanos que se remontan a 1953 cuando, recién aprendido a leer, me pasaba los larguísimos veranos matando el aburrimiento como podía. Mis amigos estaban en la playa o en el campo: Que si la casa de Chipiona o Rota, que si la casa del pueblo del abuelo... total, que me quedaba en Sevilla sin más compañía que la de mi familia en un inmenso caserón cargado de historia(1) y con una enorme biblioteca. Yo era sólo un niño, pero ya mi familia advirtió mi vocación de lector y había que darme lecturas para niños; y como me aburrían las tonterías al uso, de alguna parte salió la colección completa de una curiosa -y antigua para entonces- revista que dejó de editarse al día siguiente de iniciada la Guerra Civil por la incautación del periódico por el Frente Popular de atroz memoria. Se trataba de Gente Menuda, un suplemento infantil de Blanco y Negro que, a su vez, era el suplemento del ABC.
Niño al fin y al cabo, pero lector infatigable, me zampé muy pronto el contenido de aquellas publicaciones de las que guardo recuerdos muy diversos. Hasta pude ver algunos dibujos de un jovencísimo Antonio Mingote quien, en 1932, imitaba al dibujante López Rubio en sus interpretaciones gráficas del conejo Roenueces. Ahora dirán ustedes: ¿Qué tendrá que ver la República Checa con los delirios de la infancia de este anciano? Pues tengan la bondad de seguir leyendo y verán que las asociaciones de ideas nos gastan estas bromas. Porque aun voy a seguir relatando antecedentes de lo que pudimos ver en Praga en este día. Guárdenme el secreto ahora que no nos lee nadie: Fui a Praga tras las huellas del rabino Judah Loew ben Bazael y ahora les contaré más cosas.
En una de aquellas revistas infantiles leí el cuento de El aprendiz de brujo; una adaptación de un poema de Goete(2) en el que un mago ordena a su alumno, a quien dedicaba las tareas más pesadas, subir agua al castillo donde vivía. El aprendiz, harto de cortar leña, limpiar, fregar, barrer, limpiar establos y, por supuesto, subir cubos de agua, decide usar la magia para ello y hechiza a su escoba para la tarea. En efecto: A la escoba le crecen unos apéndices a modo de brazos y, cogiendo un par de cubos vacíos, va a por agua y la vierte en el pilón. Pero con lo que no contaba el aprendiz es que la escoba no podía parar de hacer esa tarea, así que traía agua y más agua hasta que el pilón está a punto de desbordarse. Entonces, el chico decide pararla, pero se da cuenta que no conoce el conjuro para acabar con aquello y la escoba sigue trayendo agua y más agua. El muchacho, desesperado, la emprende a hachazos con la escoba pero sólo consigue que, de cada pedazo roto, surja una nueva escoba que también se dedica a traer agua. El pilón se desborda, el sótano también y el agua amenaza a la gran biblioteca de su amo. El aprendiz se desespera y, a sus gritos, acude el maestro, quien deshace el conjuro de su torpe discípulo, restablece el nivel del agua por arte de magia y corre al desdichado chaval a escobazos nada mágicos.
Abajo: Fotograma de Fantasía I de
Walt Disney. Mickey en su papel
de aprendiz de brujo
Poco tiempo depués, mi padre me llevó a ver esa obra maestra de la animación que fue la película Fantasía, de Walt Disney con la participación de la Orquesta Filarmónica de Filadelfia dirigida por Leopold Stokovsky. Aunque la película era de 1940, siete años antes de yo nacer, tardó en llegar a Sevilla y tuvo aquí el mismo éxito que en todas partes, o sea: ninguno. Era demasiada obra de arte para aquellos públicos y aquellos tiempos y casi le cuesta el cierre a los estudios Disney por la ruina económica que supuso. Pues bien, en aquella maravilla, una de las piezas interpretadas era precisamente El aprendiz de brujo, de Paul Dukas; y el personaje del aprendiz era el ratón Mickey, lo que me hizo recordar el cuento que había leído años antes en el Gente Menuda de Blanco y Negro. Curiosamente, en la nueva Fantasía 2000, repetían esa misma obra en homenaje a la primera película a la que he aludido. No me quiero extender sobre la impresión que me produjo aquella película, salvo decir que me convirtió, ya en mi infancia, en un enamorado ferviente de la música clásica. Quizá era eso lo que mi padre pretendía en aquellos tiempos de penuria intelectual.
Pasaron los años, no demasiados años, mientras seguía explorando la bilioteca y encontrando tesoros cada vez más preciosos. Algo ayudaba mi memoria que nunca fue mala del todo y un buen día decidí hincarle el diente a las novelas contemporáneas. Me llamaron la atención algunos títulos y, un poco al azar, cogí una novela de William Somerset Maugham titulada El mago. Novela prácticamente olvidada pero interesantísima, en la que se hablaba de pasada de la leyenda del rabino Judah Loew ben Bazael y su creación del Golem, un muñeco de barro que se animaba al conjuro del rabino y era capaz de cumplir sus órdenes para defender el gueto. Según cuenta esa leyenda, un día su esposa le pidió que ordenara al Golem traer agua del Moldava y el rabino accedió, pero se marchó de viaje y el engendro siguió trayendo agua hasta que inundó la ciudad. Sólo es una leyenda, claro, porque las inundaciones por desbordamiento del Moldava no eran infrecuentes, pero lo cierto es que el rabino en cuestión es un personaje histórico y el Ayuntamiento de Praga le tiene dedicada una estatua como a uno de los más ilustres hijos de la ciudad(3). Recuerdos y más recuerdos; pero es que hoy tocaba una visita a lo que queda del barrio judío donde vivió y por el que paseó el ilustre rabino.
No se tienen constancias históricas de cuándo empezó el poblamiento judío en Praga, pero sí se sabe que las primeras persecuciones datan de finales del siglo XI cuando la Primera Cruzada y que, al término de las mismas y para evitar problemas de orden público, las autoridades deciden confinarlos a un barrio dentro de la ciudad. Barrio que estaba amurallado formando una especie de ciudadela propia de esa comunidad a cuyos miembros se les prohibió residir fuera de esta pequeña y laberíntica fortaleza. No debemos extrañarnos, ya que en la misma España esto era algo natural en la época. En este barrio regían las leyes judías, tenían ayuntamiento y cementerio propios y sólo en casos de pleitos con cristianos, tales pleitos se dirimían en los tribunales ordinarios. Por supuesto que existían sinagogas suficientes para atender a una población que, en tiempos de su máximo esplendor, llegaba a las ciento ochenta mil almas. No está mal si pensamos que por aquel entonces, Londres y París apenas llegaban a las cincuenta mil; y eso era sólo un pequeño barrio de Praga.
Pasaron los siglos y llegaron épocas de mayor libertad. Así que, en 1779 los judíos recibieron permiso para establecerse fuera del barrio y en 1781, el Emperador José II publicó el llamado Edicto de Tolerancia en el que se ratificaba tal permiso para todo el Imperio Austrohúngaro. No fue hasta 1850 cuando el barrio fue rebautizado por los rabinos como Josefov en checo y Josefstadt en alemán, en honor al Emperador que los liberó. Mucho antes, en la Edad Media, ya había vivido allí el rabino ben Bazael del que ya nos hemos ocupado.
Abajo: Vista del Barrio Judío antes de 1913

Comenzamos por la sinagoga Pinkas, fundada en 1479. Aunque no está abierta al culto en la actualidad, sigue perteneciendo a la comunidad judía y considerada como lugar sagrado por los recuerdos de los mártires que cayeron a manos de los nazis. Como tal lugar sagrado judío, los varones debíamos entrar cubiertos y los organizadores, por un módico precio, ponen a disposición del visitante unas ridículas kipas azules muy pequeñas y fáciles de caerse, por lo que preferí cubrirme con la capucha de mi cazadora, a pesar del calor que me daba. El edificio es modesto y su distribución y se corresponde con cualquiera de las sinagogas conocidas: una sala de oración en la planta baja, exclusiva de los varones, más una galería superior que ocupaban las señoras en las ceremonias, ya que estaba prohibido mezclarse ambos sexos en los cultos. Pero lo que más llama la atención es que prácticamente todas sus paredes están cubiertas con los nombres y las fechas de nacimiento y desaparición de los 77297 judíos de Praga que cayeron en la época nazi y de los que se tiene constancia que vivían allí. Tengamos en cuenta que, a principios de los años 30 del siglo pasado, vivían en Praga unos ciento veinte mil judíos; de ellos, unos treinta mil emigraron voluntariamente a raíz del triunfo de Hitler en las elecciones alemanas y su ascenso al poder en Enero de 1933, al imaginarse lo que se les venía encima. Con esas cifras ya sabemos que los que volvieron fueron pocos más de diez mil al acabar la guerra; y la mayoría de esos supervivientes, sabedores de la poca simpatía hacia los judíos mostrada por los nuevos amos comunistas, también emigraron después a países civilizados.
Estando prohibido hacer fotos en el interior, me paré a mirar nombres y fechas para descubrir con horror que muchas de esas víctimas no tenían ni catorce años en el momento de su desaparición. También me detuve ante unas vitrinas repletas de dibujos infantiles que describían la vida en los campos de exterminio. Entre dibujos más o menos ingenuos, había otros con la gente duchándose en público y otros más de uniformados armados con garrotes ante niños que los miraban aterrados. No quise ver nada más y salí a respirar. Pensé con asco en tantos y tantos millones de miserables malnacidos que niegan la realidad del Holocausto.

Lápida de la tumba del
Rabino ben Bazael.
Foto cortesía del
Museo Judío de Praga Abajo: Cementerio y edificio de ceremonias
La última de las sinagogas que visitamos por dentro es la llamada Sinagoga Española, aunque lo es sólo de nombre porque los judíos de Praga eran todos askenazis y no había sefarditas entre ellos. Se le llama así porque quiere imitar el estilo morisco parecido al nazarita, aunque con muy poco
Abajo: Exterior de la Sinagoga Española
éxito. Aun usada para el culto, por fuera presenta en su fachada arcos de herradura que ya los nazaritas no usaban en su época y se remata el edificio con almenas de merlones escalonados al estilo almohade. Para completar el pastiche, la sala de oración recuerda bastante al Mexuar o Sala de Justicia de la Alhambra de Jusuf I y tiene un bonito órgano, instrumento del todo ajeno a la liturgia judía, situado muy cerca de la hornacina donde se guarda el Pentateuco o Torá; para que se hagan una idea, está situado en el lado de la Epístola si aquello fuera una iglesia de culto católico. La Sinagoga Española tiene la curiosa particularidad de que, aun poseyendo una galería superior parecida al coro de nuestras iglesias, la sala de oración es compartida por ambos sexos, con el consiguiente escándalo de los judíos ortodoxos.
Abajo: Sinagoga Staranova o Vieja-Nueva

Praga. Torre de la Pólvora.
El teatro, situado en la Ciudad Vieja a un paso del Puente de Carlos, era acogedor, con una sala no muy grande que tendría unas trescientas localidades entre patio y primer piso. Me llamó la atención que el idioma utilizado en avisos era el español, aunque se usaba un poco el inglés; se notaba que los espectadores de esta tarde éramos argentinos en mayoría y unos cuantos españoles. Pero más me sorprendió que nuestro idioma era pronunciado con una total ausencia de acento, llegando a pensar que las locuciones estaban grabadas por un nativo de Castilla la Nueva o por un andaluz desprovisto del acento nativo. En cuanto a la obra, totalmente muda, trataba sobre la vida de Alicia, una chica judía nacida en Praga antes de la Segunda Guerra Mundial, que vive una infancia feliz entre fantasías un poco al estilo de las narradas por Lewis Carroll en su Alicia. La chica llega a la adolescencia, se enamora y termina cruzando el mar en busca de un nuevo país. La espectacularidad de la obra consistía en el uso de la iluminación y el vestuario, de ahí el nombre de Teatro Negro. Sobre un fondo negro y con la adecuada iluminación, era posible ocultar de la vista del espectador todo lo que no era indispensable para conseguir los efectos visuales deseados. Eso, unido a un armazón oculto bajo el vestido de la protagonista que le permitía ser colgada de la cintura para dar volteretas imposibles, hacían conseguir un espectáculo digno y una obra recomendable de ver.
Al salir me fijé en los carteles publicitarios, también en español, de la entrada del teatro que se acompañaban de imágenes en pantallas. Para mi decepción varonil, ví secuencias de alguna escena en la que la protagonista salía cubierta sólo con un minúsculo tanga. Esta escena nos la escamotearon sustituyendo el tanga por un camisón corto. No sé si sería por la presencia de algún niño entre los espectadores argentinos. Quizá.
Tocaba regresar al hotel. Los organizadores habían querido tener un gesto de amabilidad al recogernos en el autobús para dejarnos en las cercanías del teatro pero -¡Ay!- quedaba la vuelta y el vehículo estaba aparcado en el quinto infierno esperándonos. Mi lumbalgia no me daba tregua a esas alturas del día y llegué como pude hasta el autobús, a punto de desmayarme de dolor. Llegué, me tiré literalmente en un asiento y esperé que pasara la crisis dolorosa sin poder siquiera hablar para contarlo. El trasto arrancó y, cuando quise darme cuenta, ya habíamos llegado al hotel. Mañana será otro día.
Entre los husitas, la leyenda del Golem, la cerveza y algunas cosas más, Praga se estaba adueñando ya de mí. La echaré de menos casi tanto como a Roma y París.
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1 No me olvido que en el número 40
de la calle Castellar de la Sevilla de entonces, donde nací y viví
mi primera juventud, Alfonso XI alojó a su amante Beatriz de Guzmán
antes de trasladarla a Tordesillas. En mi casa nacieron los gemelos
bastardos Fadrique y Enrique de Trastámara; este último, Rey de
Castilla tras el asesinato de Pedro I a sus propias manos.
2 Quizá tomado de un cuento más
antiguo, al igual que su Fausto. Probablemente lo tomara de la
leyenda de Praga que contaré a continuación.
3 Otros autores, como el vienés
Gustav Meyrink en 1915, también retomaron la leyenda del Golem para
mostrarnos la diabólica potencia del inconsciente humano en general
y de los judíos en particular. No es extraño que, ante ese ambiente
antijudío, surgieran monstruos de la categoría de su paisano Adolfo
Hitler.
4 ¡Y hasta coches de caballos con criados de
uniforme!
5 Cualquier tarta de chocolate de
nuestros supermercados le da cien vueltas a la Sacher. Por no hablar
de las hechas en casa. Quizá sea por el romanticismo cursi de la
época de Sissí en que fuera creada y popularizada por el
restaurante del Hotel Sacher de Viena.
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