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martes, 18 de septiembre de 2007

Génesis de mi primer libro publicado




Voy a contar una extraña historia: la de un ingeniero técnico industrial, electricista por más señas que, casi sin darse cuenta, ha llegado a publicar una obra sobre la Historia de las Religiones. Todo empezó hace un montón de años; tantos que casi me da vergüenza decirlo en público. Fue en 1956, cuando el diario ABC (¡Sí! Existían periódicos en aquella fecha) había publicado por entregas diarias en su contraportada la obra de un señor que decía llamarse T. Lobsang Rampa llamada El Tercer Ojo; obra que, dicho sea de paso, luego se demostraría que era un fraude de principio a fin. Pero, fraude o no, mi hermana mayor que en paz descanse, tuvo la paciencia de coleccionar estas entregas diarias para regalármelas a mí cuando yo sólo era un niño de nueve años. ¿Por qué me eligió a mí y no a ninguno de mis otros dos hermanos mayores? Eso sigue siendo un secreto que ella se llevó a la tumba.

El niño creció y los tiempos eran duros; tal vez demasiado duros. Pero como todas las pruebas serias que te hace pasar la vida, o sobrevives y sales reforzado o, simplemente, te mueres o te anulas y te conviertes en un parásito profesional de la política. Afortunadamente no fue así y pude echarle valor a la vida. A los catorce años me vi obligado a dejar los estudios para ayudar a la muy maltrecha economía familiar y, tras un breve paso por la Escuela de Artes y Oficios para hacer algo de dibujo lineal, conseguí un empleo como delineante (o de aprendiz de delineante) en el estudio de un arquitecto que, por pudor, ocultaré su nombre aunque me reservo el derecho a publicarlo algún día si me toca demasiado las narices.

En fin, ya me tienen ustedes sin estar dado de alta en la Seguridad Social, haciendo recados del Colegio de Arquitectos al estudio y viceversa y, de vez en cuando, me dejaban dibujar algún planito sin importancia (eso del Autocad y los ordenadores no se conocía: yo viví la etapa final del tiralíneas). Poco a poco fui haciendo menos recados y más planos pero, entre tanto, ocurrió algo que cambiaría mi vida y que cuento a continuación. El señor arquitecto, elitista como él solo, tuvo a bien un día enviarme a comprar una serie de productos de ¿belleza? para su santa esposa a una conocida perfumería de Sevilla; y cuando yo, con sólo quince años, me vi rodeado de señoras inútiles, vacías, enjoyadas y gordísimas ante un mostrador atendido por una amable señorita que sonreía al verme ruborizado al pedir un frasco de leche de pepino de la casa XXX, comprendí en ese instante que debía mandar al señor arquitecto a hacer muchos puños de encaje para togas y me dediqué a buscar otras oportunidades, aun a sabiendas de no tener demasiadas. Aguanté casi otro año más hasta que me enteré por un compañero que se podía estudiar Perito Industrial por las tardes y que mi pobre Bachillerato Elemental podía completarse en la misma Escuela con un curso preparatorio cuyas únicas asignaturas eran Matemáticas, Física y Química. He llamado pobre a mi Bachillerato Elemental porque lo era realmente en estas tres asignaturas que acabo de nombrar, pero incomparablemente más elevado en Humanidades que eso que se dice estudiar hoy día.

Hablé con el arquitecto que Dios perdone y me dijo que si yo trabajaba media jornada cobraría la mitad de mi suculento salario (por entonces de sólo mil pesetas al mes). Comenté el caso en mi casa y se montó un belén de mucho cuidado: todos querían seguir chupando del bote con la única y honrosa excepción de mi madre que en gloria esté. El caso es que, a trancas y barrancas, conseguí dinero para pagar la matrícula y los libros y me planté en la entonces Escuela Técnica Industrial de Sevilla para hacer el curso preparatorio.

Comenzó para mí un largo calvario de años de noches en vela y de días agotadores. En aquel tiempo se trabajaba también los sábados hasta bastante tarde y yo salía del estudio todos los días para comer rápidamente e ir más rápidamente aun a la Escuela donde, haciendo la digestión, tenía que atender y entender materias bastante abtrusas para mí. De mala manera, entre Junio y Septiembre, aprobé las tres asignaturas y pude continuar mi carrera. Por entonces, el señor arquitecto de las narices había dicho en el estudio, a mis espaldas, que si yo no dejaba los estudios ya me estaba largando de allí. Ni que decir tiene que cuando llegaron las vacaciones de Navidad yo iba al estudio por las tardes para ver si el asunto se le olvidaba al caballero.

Pero la Providencia vela por los desgraciados y yo tuve mi oportunidad. Una tarde de esas vacaciones, por casualidad, pillé al buen señor en actitud algo impropia con una señorita de la que no daré más detalles; al verse sorprendidos ellos disimularon y yo también porque ya sabía que no me iba a despedir de ninguna manera. No hará falta decir que yo me fui del estudio cuando quise, que fue dos años después, cuando me consideré preparado para ganarme la vida con clases particulares. Entre aprobados por los pelos y suspensos sin paliativos motivados por la falta de tiempo y de sueño, pasé mi época de delineante y sólo pude empezar a sacar notas buenas cuando me largué de aquel estudio de Arquitectura de no muy buen recuerdo. A causa de aquellos tropiezos, perdí un año y dio tiempo a que cambiaran el Plan de Estudios y mi carrera pasara a llamarse Ingeniería Técnica, como en la actualidad.

Terminé la carrera en 1968 y, tras algunos otros empleos sin importancia, entré en Telefónica en Madrid y fui asignado a la Sección de Microondas del Departamento de Ingeniería. Antes de retomar el hilo, aprovecho para decir que todo lo que se cuenta sobre la nocividad de las radiaciones de los móviles es mentira podrida porque si fuera verdad la décima parte, mis compañeros y yo estaríamos muertos desde hace muchos años. En Madrid estuve tres años, al principio de los cuales me casé con mi novia de toda la vida y estuvimos viajando por toda España durante todo ese tiempo. Pero la nostalgia tiraba demasiado y volvimos a Sevilla en cuanto tuvimos una oportunidad, a principios de 1974, justo a tiempo para que fuera sevillana la primera de mis hijas a la que pusimos el nombre de Estrella.

Ahora es el momento de enlazar con el primer párrafo. Lector infatigable y dotado de buena memoria, para entonces había leído una considerable cantidad de obras de todas clases y tenía ya una biblioteca más que respetable. No se disponía de soportes ópticos ni magnéticos para los libros y la longitud de las estanterías de mi biblioteca superaba con creces los doce metros, sin contar con los libros prestados que también había leído. Por supuesto, en esa biblioteca estaba ya en edición de bolsillo la obra de Lobsang Rampa que, por aquel entonces seguía siendo un enigma para mí y cuyo recuerdo no había dejado de perseguirme desde que mi hermana me regaló las hojas de las entregas.

Pero no había perdido el tiempo dedicándome sólo a los radioenlaces de microondas. Había devorado todos o casi todos los libros sagrados de las grandes religiones mono y politeístas, las biografías de sus profetas, santos y predicadores; para comprenderlas mejor también había leído la poesía épica relacionada con las civilizaciones en las que se desarrollaron estas religiones y, por supuesto, la historia universal en la que se insertaron, influyéndose unas a otras y todas sobre nuestras vidas actuales ya que, queramos o no, somos el producto de toda la evolución y toda la historia que llevamos a nuestras espaldas. Ni que decir tiene que los ejercicios de relajación descritos en la obra de Rampa, eran cosa habitual en mi vida cuando aun no se hablaba de estos asuntos en ninguna parte y si se te ocurría comentar algo de ello, la gente te miraba como a un bicho raro.

En mi calidad de viajero infatigable tuve la suerte de contactar con mucha gente de todas clases y, entre ellas, algún que otro sabio de los que procuraba sacar el máximo partido a sus enseñanzas en cualquier materia. Mis circunstancias laborales cambiaron algo, no demasiado, pero lo suficiente como para cambiar los radioenlaces de microondas por otros sistemas de transmisión de señales electromagnéticas y, como feliz resultado, viví como testigo de privilegio el nacimiento de la era digital en las telecomunicaciones. Un nuevo cambio laboral, esta vez más profundo, me hizo dejar de viajar y dedicarme a la informática. Pero no dejé los sistemas digitales de comunicación porque simultaneaba mi trabajo habitual con el de profesor de, precisamente, esos sistemas digitales de los que había sido pionero en sus instalaciones en toda España.

Por aquel entonces conocí al hombre que tanto me enseñó de Historia en general y de Historia del Arte en particular y a quien le debo el método que utilizo para impartir las clases y conferencias a las que he dedicado esta nueva etapa de mi vida. Se trata de D. Enrique Pareja López, director del Museo de Bellas Artes de Sevilla hasta hace muy pocos años; cargo que tuvo que dejar agobiado por presiones de quiénes todos imaginamos. Al final, como siempre, ganaron los malos y el Museo de Sevilla se quedó sin la persona que lo había convertido en la segunda pinacoteca de España en vez de ser un almacén de cuadros que se caían a pedazos como había sido hasta su llegada.

El tiempo seguía su marcha inexorable y, poco después de cumplir los cincuenta y dos años, se me ofreció la oportunidad de retirarme. Ganando menos dinero, por supuesto, pero ¿tiene precio la libertad? Aproveché la oferta que me hicieron y, a finales de 1999, me fui de la Empresa donde había estado durante treinta años. Pasé algunos meses despistado hasta que me decidí a estudiar de nuevo pero, esta vez, no estaba yo para estudios universitarios reglados y como Dios manda, así que me decidí por un curso de Analista de Aplicaciones Informáticas que terminé con bastante dignidad. Al año siguiente se me ocurrió que, como profesor que había sido, no estaría mal hacer el curso oficial de Formador de Formadores, curso que años antes había realizado en la empresa pero que no tenía validez legal fuera de ella. Al recabar información sobre ese curso, me enteré que ya no se impartía y que había sido sustituido por el de Formador Ocupacional. Y a ello me puse.

Aprendí bastantes cosas nuevas sobre la planificación de cursos y sobre algunos métodos que yo no había usado nunca ni pensaba hacerlo pero, eso no fue lo más importante. Lo decisivo llegó al final cuando los alumnos teníamos que impartir una clase práctica de cualquier materia. De mi curso de Formador de Formadores de la empresa, yo tenía preparada a tal fin la medición del meridiano terrestre por Eratóstenes de Alejandría, pero me resistía a explicar ese tema en una clase en la que la mayoría de su alumnado estaba formado por licenciadas en Psicología, cuyos conocimientos geométricos eran menos que endebles y el tal tema era una garantía segura de aburrir al público y hacer que la mayoría no se enterase de nada.

Pensando en qué otro tema elegir (yo aun estaba imbuido de la idea de que un técnico sólo puede ser técnico) paseaba por mi barrio cuando levanté la vista y vi la Torre de don Fadrique. Este singular edificio sevillano es una torre del siglo XIII mandada construir por el segundo hijo de Fernando III, quien la empezó en estilo románico y la acabó en gótico. Espléndida desde todos sus ángulos y muy desconocida por el público, la torre está envuelta en leyendas y tiene una historia tan apasionante como la de su ilustre constructor y yo había tenido la suerte, años atrás, de visitarla con mi maestro Enrique Pareja y, después, hacer una pequeña tesina con su simbología interior y exterior; tesina que fue bastante apreciada por los expertos, tan apreciada que hubo algún que otro enfado serio porque yo la había registrado y ellos no podían copiarla y presentarla como propia. El caso es que tuve la osadía de impartir mi clase sobre la Torre de don Fadrique de Sevilla y de contar, claro está, una breve biografía de su desgraciado constructor.

Y me llevé la sorpresa cuando algunas de estas señoras licenciadas en Psicología, no podían contener las lágrimas al conocer la historia de Fadrique. Al ver sus reacciones me convencí que mi camino, a partir de entonces, sería la investigación, el estudio y la divulgación de la Historia; al fin y al cabo, siempre se me habían dado bien el latín y la paleografía y tenía muy cerca al mejor de los maestros.

Así me convertí en un intruso en el campo de la Historia. A partir de ese momento y aprovechando las enseñanzas recibidas, fui animado a pronunciar conferencias y a dirigir visitas a monumentos y museos. Mi osadía era cada vez mayor y, para mi sorpresa, el éxito también; claro está que el éxito trae consigo los zarpazos de la envidia ajena y esta envidia no tardó en manifestarse y en tratar de fastidiarme aunque, por fortuna, hasta ahora no ha conseguido más que mi sonrisa irónica, mi desprecio y mi pena por la mezquindad de la gente. Seguí viajando cuando podía y, un buen día, volando de vuelta de Viena, mi mujer me dijo:

- ¿Por qué no escribes un libro de Historia de las Religiones?

En ese momento aquello me pareció una locura y así se lo dije. Al fin y al cabo ¿quién era yo para hacer tal cosa? Sin embargo me acordé de un abogado que, sin saber gran cosa de Informática, ocupa un lugar destacado en la historia de la misma por su osadía; me refiero a George Tate cuyo lema era "¿Y por qué no?" El caso es que me puse manos a la obra y, para mi sorpresa otra vez, en quince días estaba terminada la que llamé "Otra Historia de las Religiones" y sin más consultas que las relativas a la cronología exacta. La obra se encuentra disponible en el enlace: