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domingo, 25 de enero de 2009

ARTABÁN. EL CUARTO MAGO



Me he decidido a colgar este artículo en el blog porque hoy ha llegado Artabán a casa y quiero hacerle un homenaje público para que no se pierda del todo su memoria. Por primera vez -espero que no sea la última- voy a tratar de una leyenda en lugar de los temas tan serios que he tratado hasta ahora y, como es una leyenda, me he permitido novelarla pero sin salirme lo más mínimo de su sentido original.

La costumbre de la venida de Artabán a mi casa data de muchos años atrás, desde que supimos de este personaje como supuesto Rey Mago que se retrasó en su llegada al portal y, desde entonces, sin fecha fija pero siempre después del 6 de Enero, conservamos la costumbre de regalarnos algo en su honor. Regalos no muy grandes, como corresponde a un Rey Mago retrasado, pero sí dignos de gratitud y, en cualquier caso, un pretexto como otro cualquiera para una celebración.

Yo pensaba erróneamente que la leyenda de Artabán era prácticamente desconocida pero, hace unos años, me encontré dos barquitos gemelos amarrados en sendos puertos de Asturias, llamados Artabán II y Artabán III -bueno, en su rótulo no lucía la tilde pero lo interpreté como una más de las horripilantes consecuencias del analfabetismo derivado de la funesta LOGSE- Esta circunstancia me hizo pensar que hay más gente de la que parece que conoce su leyenda. Leyenda que, por cierto, aprovechó un pastor protestante llamado Henry van Dyke para escribir en 1896 un relato con ella.

Pero ahora voy a exponer la mía en la que el protagonista habla en primera persona. Espero que les guste.


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En algún lugar de este mundo, o del otro, a 25 de Enero de 2009 de la Era Cristiana

Como mago que soy, conozco que este año de gracia, algunos nuevos miembros se incorporarán a la loable tradición de conmemorar mi paso por este mundo físico en el que, por la gracia de Dios, fui elegido para una misión que empezó en fracaso pero que terminó por hacerme el único de los Magos que pudo ver el éxito final del Plan Divino para contarlo a las generaciones futuras.

Por si acaso los recién llegados no conocen mi historia, me apresuraré a contar un resumen de la misma, ya que el anfitrión de esta reunión no está dispuesto a dar detalles de palabra de una historia que no conoce demasiado bien y que, para él, supone un gran trabajo adicional de investigación con resultados más que dudosos. Para aliviarle de semejante tarea, yo mismo os contaré algo que ha permanecido casi oculto hasta hoy, pero que cada día conoce más y más gente para bien de la Humanidad.

Hace más o menos unos dos mil años – tampoco puedo precisar demasiado por los caprichos de los calendarios humanos – una estrella muy especial cruzó el cielo de este mundo y nos anunció a los que esperábamos esa señal que un Niño Divino había nacido de una Virgen en un perdido rincón del mundo en donde Oriente se junta con Occidente y ambos se contaminan con ello. Como miembro que soy de la Hermandad de Sabios, supe inmediatamente que, pasara lo que pasara, mi deber era acudir urgentemente al punto de reunión para, desde allí, ir a adorar al Niño y a ofrecerle los dones que sólo los sabios podemos dar. El resto de mis hermanos magos tenían sobre mí la ventaja de vivir en lugares más cercanos a donde se produjo el trascendental acontecimiento, pero las reglas de la Hermandad los obligaban a dirigirse al punto de reunión y esperar un tiempo prudencial a que llegáramos los que vivíamos mucho más lejos, como era mi caso, para después ir todos juntos en busca del Niño anunciado por la estrella.

Partí pues, de mi tierra, heredera de Tartessos y llamada Turdetania apenas doscientos años atrás en que las locuras púnicas y romanas convirtieran su nombre en poco más que una leyenda, camino del punto de reunión que, aunque fuera un secreto entonces, ahora se puede revelar y estaba situado en las ruinas de la antigua ciudad de Ur, dentro del actual Iraq y casi a un tiro de piedra del lugar de nacimiento del Niño; allí debería aguardarme el resto de los miembros de la Hermandad al mando de aquel que no conocíamos su verdadero nombre, pero al que llamábamos Melchor que, en lenguaje semita, significa “Llave de la Ciudad”. Pese a lo que cuentan algunas historias malévolas que se placen en presentarme como jinete de un camello cojo y con muy pocos pertrechos, mi equipaje era regio como correspondía a mi rango y mis medios de transporte no eran camellos, sino espléndidos caballos criados y domados en las marismas de aquel gran río que formaba aquel impresionante estuario que los romanos llamaban Lago Ligustino. Y ¿qué decir de los regalos que llevaba para el Niño? Constaban de un gran diamante de África Occidental, tallado con la mayor finura por los artífices de mi tierra y engastado en oro puro del que se halla en el lecho del río que ahora se conoce como Guadaira; un rubí también africano trabajado por el mismo artista y que, engastado también en oro, estaba rodeado por pequeñas esmaraldas. Finalmente, un trozo de jaspe oriental iridisado que, por sí solo, ya valía el precio del rescate de un rey. Naturalmente, entre mis regalos no podía faltar el mejor caballo de mis cuadras y también lo llevé conmigo sin cargarlo para que llegara fresco y descansado a las manos del Divino Infante.

No tenía cuidado por mi tardanza ya que, a pesar de la lejanía, mis medios de transporte eran más del doble de rápidos que los de mis compañeros - ¡con aquellos caballos era capaz de llegar a Ur antes que los que vivían en la misma Babilonia! – y, además, era el más joven y el más fuerte de todos los hermanos magos convocados ¿Qué podía temer?

Con aquellos medios, decidí hacer el viaje por tierra, al no fiarme de los bandidos medio piratas que se ofrecían a llevarte en sus barcos hasta Antioquía, pero que las más de las veces acababas en un mercado de esclavos. Así las cosas y, aunque los romanos habían destruido muchas civilizaciones además de la mía, a cambio habían impuesto algo de seguridad en los caminos por lo que, encaminándome hacia el norte, salí de la Bética y, pasando por la Tarraconensis llegué a la Galia Narbonensis y a la Cisalpina, las que crucé sin más problemas que los derivados del salvajismo de sus habitantes; poca cosa para un mago como yo. Desde allí, pasé a lugares más civilizados como Dalmacia, Macedonia y Tracia, donde los problemas sólo venían de los muy astutos comerciantes que, si te descuidabas, te dejaban en la ruina. En muy pocas jornadas alcancé y crucé Bitinia y Galacia y me interné en Siria camino del lugar de la cita.

Cerca de Damasco, estaba pensando que podía perder camino si llegaba hasta el lugar de la cita, porque el lugar de nacimiento del Niño estaba a muy poca distancia hacia el sur y quizás fuera mejor mandar aviso al resto de los magos para esperarlos en algún lugar de Judea en vez de llegar hasta Ur, bastante más al oriente. Pero mis pensamientos se vieron interrumpidos al salir de un desfiladero del camino y ver en el valle los restos de una caravana recién asaltada: hombres y animales muertos o agonizantes y restos de fardos de mercancías ya inutilizadas por el fuego era todo lo que los bandidos habían dejado tras de sí.

Interrumpí mi marcha y me detuve para confortar en lo posible a los heridos moribundos. Todos murieron menos a uno que, a pesar de su avanzada edad y a una impresionante herida en la cabeza, se empeñó en vivir y lo consiguió. Gasté mis reservas de agua y comida en cuidar de él hasta que, una semana después, estuvo en condiciones de ser trasladado y lo llevé a Damasco para que pudiera ser mejor cuidado; una vez allí, le busqué posada y me quedé con él hasta que se curó completamente; además, le dejé al posadero el diamante para resarcirlo de los gastos que pudiera ocasionarle el herido durante el resto de su vida. Habían pasado más de dos meses desde que me hice cargo de él y, como en el asalto había perdido toda su fortuna, le dejé todos los caballos que yo llevaba, excepto el que yo montaba. Tuve que cargar mi equipaje en el caballo que llevaba como regalo y reemprendí mi camino hasta llegar a Ur, al lugar de reunión, donde me encontré con una nota de Melchor en la que se me decía que no podían esperarme más y que partían hacia Judea si mí.

Pero yo había recorrido medio mundo para adorar al Niño y no iba a volver a casa sin haberlo hecho. Me encaminé a Judea y busqué al títere que Roma había puesto como reyezuelo de allí sin el menor respeto por la familia real, cuyos miembros vivían como ciudadanos corrientes. Allí me encontré con el espantoso espectáculo de soldados matando niños por orden de ese títere y pude llegar a tiempo de parar a uno de ellos en el momento de ir a degollar a un crío arrancado de los brazos de su madre. A cambio de la vida del niño le ofrecí el rubí y la madre pudo llevarse sano y salvo a su hijo; pero un oficial nos sorprendió. Se llevaron al soldado y a mí me encerraron en una mazmorra de Jerusalén sin explicaciones ni proceso. Por suerte, no me registraron y pude conservar el jaspe que traía oculto entre mis ropas.

Podrá parecer mentira pero estuve encerrado cerca de treinta y tres años. Perdí casi todos mis dientes y mi cabello, antes negro y recio, se volvió ralo y blanco. Durante los últimos tres años llegaban a mi mazmorra noticias de un Hombre, al parecer un Profeta, que resucitaba muertos y hacía toda clase de milagros. En mi fuero interno sabía que ese Hombre era el Niño a quien mis hermanos magos y yo habíamos ido a adorar tantos años atrás.

Estuve encerrado hasta que un día pude hacer amistad con un guardia que me pasó recado de escribir y pude redactar un memorial y enviárselo al reyezuelo de turno, también llamado Herodes como el que me encarceló. Éste nuevo títere, al leer la misiva consideró que un hombre que llevaba tanto tiempo en la cárcel ya no podía ser un peligro para nadie y que, en libertad, tampoco era un gasto para el erario, por lo que mandó ponerme en la calle aprovechando la Pascua de aquel año.

La mañana de aquel día, catorce de Nisán en el calendario judío, dejé a mis espaldas la puerta de la cárcel para encontrarme dentro del mercado de esclavos donde estaban subastando a una chica para pagar las deudas de su padre. No lo pensé y entregué al subastador el jaspe, lo único que me quedaba como fortuna, para liberar a la joven. Seguí andando y topé con una multitud que acompañaba a tres hombres que iban a crucificar. Dos de ellos llevaban a cuestas sus maderos como mandaba la tradición romana; pero el tercero, vestido con una túnica de gran precio y que irradiaba majestad a pesar del tremendo deterioro físico que le había supuesto una noche de tormento, no cargaba con su cruz porque no podía y, en su lugar, lo hacía un hombre que no estaba condenado. Pregunté a la gente por aquel extraño reo y me contaron su historia: era de la familia real de Israel y estaba condenado por haberse autoproclamado Rey de los Judíos y Mesías. Al instante comprendí que mi destino se había cumplido y que mi viaje no había sido en vano.

Y el divino Reo me miró y, sin decir palabra, afirmó con su cabeza.

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La costumbre de celebrar la llegada de Artabán, el retrasado cuarto Rey Mago, es nueva pero espero que terminará por imponerse. Su historia es bastante más que una leyenda y cualquier investigador serio puede rastrear sus huellas con la misma o mayor fidelidad que la de los tres clásicos Melchor, Gaspar y Baltasar.

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