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viernes, 30 de marzo de 2018

- SEMANA SANTA DE SEVILLA (VII) -



- VIERNES SANTO  (TARDE) -

Por aquellos tiempos, Israel no era más que una minúscula nación ocupada por Roma y sin más valor para el Imperio que ser encrucijada de caminos. Por tanto, su administración dependía del gobernador romano de la provincia de Siria quien, a su vez, designaba algún ayudante o procurador para administrar los lugares más alejados de su provincia. Tan poco importante era Israel para Roma que ni siquiera podía imponer penas de muerte a sus propios reos, ya que el Imperio los consideraba unos salvajes incapaces de gobernarse a sí mismos. Pilato, en calidad de procurador, ya había sufrido una rebelión años antes de aquellos fanáticos; rebelión que reprimió con una dureza superior a la acostumbrada y que estuvo a punto de costarle su bien remunerado cargo. No nos extrañemos, pues, si estaba predispuesto a conceder algún favor a los judíos a cambio de que lo dejaran en paz.

Así las cosas, aquella mañana muy temprano se presenta en su casa una turba furiosa que lleva a Jesús maniatado y exigiendo que ordene su muerte por blasfemo. A Pilato aquella exigencia le pareció exagerada de acuerdo con las pruebas que le presentan los judíos y decide interrogar personalmente al Reo. Jesús sólo contesta a la pregunta de si era el llamado Rey de los Judíos con un lacónico: “Tú lo dices” callando al resto de las preguntas del Procurador quien no encuentra en Él motivo alguno de reproche. Para colmo su mujer, Gala, se presenta ante el tribunal porque ha tenido un sueño premonitorio que no presagiaba nada bueno y suplica a su marido que no le haga daño. Pero el pueblo se arremolinaba y Pilato sabía cómo se las gastaban aquellos fanáticos. Aparta a Jesús de allí y los soldados se lo llevan para atormentarlo con burlas y escupitajos culminando su siniestra burla coronándolo de espinas.

Intenta el Procurador salvar a Jesús haciendo que el pueblo elija entre Él y un malhechor llamado Barrabás, según costumbre de la Pascua que permitía liberar un reo de muerte. Pero el pueblo es inflexible exigiendo su muerte. Pilato lleva al extremo su maniobra y ordena azotar a Jesús a ver si el pueblo se apiadaba de Él. El Reo es atado a una columna y, de acuerdo con las marcas que han quedado en la Sábana Santa, sabemos que los soldados se emplearon a fondo. Así, en esas lamentables condiciones, presenta a Jesús sangrando y medio despellejado a la vista de todos y el grito es unánime: “Crucifícalo”. Pilato hace traer agua y se lava las manos ante todos indicando que es inocente de la sangre de Jesús y el pueblo lanza otro grito tanto o más aterrador: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos

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Y se dicta la sentencia: muerte de espantoso nombre; muerte propia de asesinos, ladrones y malhechores. La muerte de los esclavos, lenta y expuesta a miradas como un ejemplo siniestro para tener aterrada la población sometida a una Roma detestada
por ser poderosa y fuerte, porque puede dar la muerte a la gente desgraciada.

Carga con su cruz el Reo caminando vacilante bajo el peso del madero. Aquel cuerpo tan sangrante se cae por el camino tres veces; no puede más. Al final, el de Cirene carga su madero a cuestas y el Reo llega al lugar -Monte de las Calaveras- donde serán taladradas sus muñecas y clavadas al madero que ha llevado, para después ser izado y ser clavados sus pies a otro madero dispuesto como poste de tormento. Así fue crucificado.

A sus pies, su Madre llora y su primo la conforta. Cae el sol, y entre dos luces expira el Crucificado. Ha vencido el Enemigo ¿Ha vencido o fracasado? Cuando tocaba su triunfo en derrota se le vuelve: Ha muerto el Hijo de Dios -¡se creía victorioso!- y ha sentido en carne propia el sabor de la derrota, mas ¿quién es el derrotado? Dejó dispuesto Moisés que la sangre del cordero marcara todas las puertas en sus jambas y dinteles; pero una cruz es abierta y no una puerta cerrada. La sangre de este Cordero lava todos los rincones haciendo que el Enemigo se retire avergonzado ante tanta Majestad. ¡Y él lo había despreciado! Es víspera de la Pascua y hasta el cielo se ha nublado y hasta la tierra tembló y los sepulcros se abrieron.

Manda la ley de Moisés que el cordero sea inmolado a la hora en que las luces y las sombras se han mezclado. Así fue con el Cordero que el mismo Dios ha enviado
para librar a este mundo del yugo de sus pecados. En el Templo se rasgó el velo más sacrosanto para quedar a la vista sus rincones más sagrados. Su sangre regó la tierra en el lugar señalado donde nuestro padre Adán fuera una vez enterrado, mezclando sangre inocente con cenizas del pasado. Así lavó nuestras culpas: dejamos de ser esclavos. Un catorce de Nisán en el que fuimos salvados.

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Varones piadosos reclaman los restos del divino Reo que estaba clavado. Un pobre cadáver tan martirizado, muerto entre ladrones, símbolos funestos que al aire y las aves estaban expuestos: Tres pobres despojos. El Reo es bajado; manos amorosas lo han amortajado sin temor a insultos, burlas y denuestos.

Muerto entre los muertos, es depositado en sepulcro nuevo. La piedra lo sella, el llanto no cesa; la noche ha cerrado con nubes el cielo. Tan sólo destella la pena y el llanto: dolor soterrado ¡Ay noche sin nada, dolor que atropella!

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Ni siquiera el cansancio del llanto puede darle a la Madre el consuelo del descanso y el sueño; su duelo más que duelo es horror ante tanto infernal resultado; y el espanto ante un Hijo llegado del Cielo y ahora muerto y envuelto en un velo como única túnica y manto.

El horror, soledad y agonía atenazan un alma sublime, inocente y sencilla: María. El dolor en su rostro le imprime ese gesto de Amor que veía en el Hijo que amando redime.
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Se acaban las procesiones de este largo día en Sevilla. La gente se retira a descansar y, algunos, a meditar en lo que han visto, oído y sentido. Porque este derroche de arte y sentimientos no deja indiferente a nadie. Algunos no habrán entendido nada, pero se han dejado llevar del entusiasmo colectivo que quizá se vuelva en rabia contra sí mismos cuando se recuperen del éxtasis y traten de volcarla después sobre los demás tachándonos de supersticiosos. Pero, para la gran Sevilla, comienza el tiempo de jubilosa esperanza porque nuestra Semana Santa aun no ha terminado ni mucho menos. Muchos, propios y extraños, harán el equipaje para salir mañana. Los extranjeros porque es viernes y el lunes tendrán que estar en su trabajo en algún país más o menos lejano; los forasteros dependen sólo de los caprichos del calendario laboral de su comunidad autónoma y se irán o no mañana. Finalmente, los sevillanos modernos que no se fijan en lo más importante, se irán a la playa. Mejor para nosotros que nos quedamos a ver y, sobre todo, sentir lo mejor de la Semana Santa. Porque en dos días se mostrará a las claras el motivo de que nuestra Semana Mayor sea una fiesta.


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