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martes, 13 de mayo de 2014

- DESMONTANDO MITOS (V) -


En las entradas anteriores ya se ha expuesto a grandes rasgos el hilo argumental de la Historia de la Salvación. El resto de esa Historia es muy conocido a través de la vida, pasión y muerte de Jesús hasta su Resurrección y Ascensión. Como dije antes casi dos mil años pasaron desde Abraham hasta él, años en los que hubo de todo lo bueno y todo lo malo. Nadie piense que en la línea genealógica del Mesías sólo hubo santos; nada más lejos de la verdad porque desde Judá yéndose de prostitutas y dejando embarazada a una de ellas hasta el propio David, quien se vale de un adulterio con asesinato incluido para engendrar a Salomón y siguiendo por la línea de reyes que cayeron en el paganismo y tomaron esposas y concubinas bien ajenas a lo ordenado en la Ley, hubo de todo. Pero no vamos a extendernos en ello porque no es propósito de esta serie de artículos. Centrémonos ahora en los dos mil años siguientes a la Resurrección de Jesús(1).

Bien claro lo dejó dicho inmediatamente antes de abandonarnos en cuerpo físico. "Un nuevo mandamiento os doy: Amaos los unos a los otros como Yo os he amado"(2). Sin embargo, parece que nos olvidamos de ello tan pronto como se nos impuso, porque los dos mil años siguientes fueron de traca.

En efecto. En cuanto empezó a extenderse la nueva Religión los aprovechados de turno se movieron con toda la rapidez posible para acaparar los puestos de más relumbrón. Al principio, tal acaparación de cargos era un pasaporte casi seguro al circo o a servir de luminaria pública en vivo pero pasaron los años y, tras la batalla de Puente Milvio en 312, un victorioso Constantino declara la libertad del culto cristiano en todo el Imperio con la consiguiente supresión de restricciones anteriores. Al ser el cristianismo una más de las religiones del Imperio sus sacerdotes y obispos tenían derecho a las mismas exacciones tributarias y subvenciones que los representantes de las demás religiones; además, siendo el Emperador hijo de una cristiana(3) dio a la nueva Religión toda clase de facilidades y hasta le regaló su propio palacio(4). Pero no nos apartemos del asunto.

La Historia avanza y con ella la Historia de la Iglesia. Se suceden herejías o desviaciones más o menos graves en una doctrina aun no asentada ni definida. Con los obispos detentando el poder delegado del Imperio, fácil es averiguar el destino de muchos de los promotores de dichas desviaciones. Poco a poco, lo que fue en su origen un canto al Amor y a la Libertad, se fue cargando de reglas, normas, leyes y nuevos mandamientos que iban asfixiando el mensaje original y despojándolo de toda su frescura. Diríase que para implantar el Cielo en los reinos de la Tierra, los mismos poderes eclesiásticos, en estrecha alianza con los civiles, lograron el efecto contrario a base de terror, hambre, guerras y ruina.

Desde la Baja Edad Media todo fue un cúmulo de despropósitos emanados desde las jerarquías eclesiásticas. El poder se les subió a la cabeza y contemplamos atónitos cómo era posible que algunos pocos santos aislados trataran durante toda su vida de recuperar el mensaje original del Amor mientras que papas y obispos, salvando muy pocas excepciones, sólo hacían reforzar su poder y fortuna a costa de lo que fuere. Parece increíble que la Iglesia continuara su andadura en manos de tantísimo sinvergüenza, ratero, inculto y vicioso. Y sin embargo lo hizo, aun a pesar de perder el mando de las iglesias orientales, también deseosas de robar al pueblo sin dar cuentas a Roma, y que tampoco podían presumir de seguidoras de Jesús al incurrir en los mismos vicios que las de Occidente(5).

El Renacimiento no cambió las cosas para bien. El gran cisma luterano propició el nacimiento de un sinfín de nuevas iglesias que, una tras otra y sin excepciones, incurrían en los mismos o peores vicios atribuidos a la de Roma. Guerras de religión que encubrían móviles económicos o de poderes locales, aumento de la influencia de unas omnipotentes Inquisiciones(6), ascenso por simonía no sólo a sedes episcopales sino al mismísimo solio de san Pedro. En definitiva: corrupción y podredumbre. Inexplicablemente en medio de todo ese apestoso lodazal seguían surgiendo santos que se dejaban la vida por perpetuar la pureza del Mensaje. Las cosas iban de mal en peor en los niveles jerárquicos; sin embargo, nunca faltaron quienes mantuvieron viva la llama.

Pasó el tiempo y nada hacía presagiar que pudieran venir cambios positivos. Comienza la Revolución Industrial y de nuevo encontramos a la Jerarquía metiendo sus sacras narices en todo para proteger al incipiente empresariado rico, al igual que hacía con el terrateniente rural desde tiempos inmemoriales. Pero con la Revolución Industrial llegaron conceptos como los de igualdad y solidaridad. Ahí sí encontraron algunos de los nuevos santos sus nichos de predicación. La Iglesia no podía negarse a hacerse eco de gran parte de las reivindicaciones de una nueva clase, la obrera, cada vez más consciente de su fuerza y cada vez más organizada.

Una vez más, Dios escribía derecho con renglones torcidos.

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(1)Para los no creyentes, lo dejaremos simplemente en su fallecimiento en la Cruz.

(2)Jn. 13:34

(3)Su madre, Elena, se venera como santa. Constantino sólo se bautizó al final de su vida, aunque en Roma se cuenta que fue bautizado allí en el breve tiempo en que residió en la ciudad.

(4)Constantino jamás pensó quedarse en Roma. No quería terminar como muchos de sus antecesores. En cuanto pudo se fue de la ciudad para no volver.

(5)El pretexto del cisma fue la cuestión del Filioque del Credo latino. Sutileza teológica que no explicaré aquí pero de la que doy buena cuenta en mi obra Otra Historia de las Religiones. Está disponible en Amazon o en la propia editorial. La realidad fue, como siempre, el ansia de poder de unos y otros.

(6)Nótese que no hablo de Inquisición, sino de Inquisiciones. Tengo más que dicho y explicado que la española era un conjunto de hermanitas de la caridad al lado de sus homólogas europeas. Hasta algún predicador barato y comunicador muy conocido tuvo la desfachatez y poca vergüenza de acusarme de defender a la Inquisición Española cuando publiqué las cifras de sus víctimas. Para mayor información, ver la obra citada en la nota anterior.

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